Me veo en la obligación de emitir una aclaración en vista de la multitud de usuarios semianalfabetos que entran esperando un texto gracioso o, no sé, tal vez cómico. Mis palabras no buscan arrancar sonrisas. Lejos de eso, escribo sobre un auténtico drama que cercena las vidas de millones de hombres y mujeres. Jamás haría mofa de algo así. Dicho esto, comencemos.
Como algunos de vosotros ya sabéis, llevo una existencia bastante relajada. Un trabajo bien pagado y sin horarios que me permite afrontar la vida real -la que está al margen de ocupaciones profesionales- de un modo muy particular, centrándome en mi mano y, por supuesto, nuestro perro.
Hace ya muchos años que desterré de mi diccionario la palabra madrugar. Al menos, en su connotación más negativa, esa en la que activa un proceso mecánico de repetición diaria que te lleva de tu cama hasta la silla de una oficina pasando por diversos elementos de tortura social como, por ejemplo, el transporte público, u obligaciones irrenunciables como la gestión de niños. Hoy, diría, no suelo madrugar, pero me levanto temprano.
A las ocho de la mañana hago sonar mi despertador. Es uno antiguo, de esos con radio incorporada. No sé por qué pero no soporto la idea de que la melodía del teléfono móvil sea lo primero que escucho cada mañana. El caso es que hasta hace unas semanas sonaba a las nueve y media. Entonces decidí ampliar mi paseo matinal junto a mi perro y adelanté mi hora de activación.
Fue entonces, el primer día en que modifiqué mi horario habitual, cuando de vuelta a casa me di de bruces con la procesión. Una marea de niños con sus respectivos padres -o eso creen la mayoría- y madres caminando en manada hacia un colegio de la zona. Aquella vez no presté demasiada atención, pero a base de presenciar la misma escena al más puro estilo The Walking Dead, comencé a analizar minuciosamente a todos esos zombis que a paso firme, con la misma cadencia, desfilaban como si tras ellos un ejército invisible les empujase a punta de pistola.
Los rostros de los padres son aterradores. Su sola mirada podría hacer retroceder al ejército de Putin. Un padre camina dos pasos por detrás de su niño con la vista puesta en su mochila. Sabe que dentro están todos los sueños que aún no ha podido cumplir y que, sin lugar a dudas, nunca cumplirá.
También están sus amigos, las tardes de cañas, las escapadas de fin de semana, el viaje a Bali, el sexo, el cuarenta por ciento de su sueldo y, por supuesto, todos sus ahorros. Ese pequeño niño, tan mono cuando duerme, arrastra con ella toda la felicidad de un mundo que ya no existe. De una existencia que llegó a su fin al filo de los cuarenta coincidiendo con la explosión de una nueva juventud para aquellos conocidos, de su quinta, que con puestos de trabajo consolidados y estabilidad financiera alcanzaron ese punto de inflexión positiva en que se pueden permitir un upgrade en sus vidas. Sin niños, claro. Unos suben. Otros, como él, bajan.
Las madres no están mucho mejor. Pero están mejor. Porque el mundo ahora es suyo y lo saben. El miedo del padre, ese que jamás se atrevería a verbalizar sobre la dura realidad de su absoluta desprotección jurídica y por ende económica, la madre no lo padece. Ella sabe que pase lo que pase seguirá teniendo piso, hijos y buenos ingresos.
Un plus de seguridad que, observando detenidamente, se nota en el brillo de sus ojos. Pero, por lo demás, la situación no es diferente. Ahora es madre y, a una eternidad de distancia, es cualquier otra cosa. En la mochila de Kevin o Izan hay espacio también para sus sueños. Para los viajes de amigas, las escapadas románticas y la promoción profesional. Ella también es prisionera de esa cosa tan bonica que juega de forma errática con una peonza que no sabe utilizar y que tú, mamá, ya te has cansado de recoger del suelo.
Pero en la procesión también hay jóvenes, diría que hasta quince o dieciséis años. Y joder, amigos míos, su mirada, lejos de transmitir emociones, está completamente vacía. A través de sus ojos alcanzo a ver la parte posterior de su cabeza. Un súper padre orgulloso comentaba por aquí que simplemente se llama adolescencia. Pero no. Qué va.
Se llama descuidar el sistema educativo y crear muertos vivientes que solo reaccionan a los estímulos de las redes sociales; el tik-tok, Instagram, etc. Que no ven más allá del día en que se han despertado y son incapaces de encontrar un ápice de disfrute en su formación académica. Se llama ausencia de referentes y modelos a seguir. Se llama agotamiento paterno que al regresar a casa tras ocho horas de trabajo no tiene tiempo ni ganas de animar a sus niños a leer un libro.
Una visita al niñodromo
No muy lejos de mi casa, en la zona ya más urbana, hay un recinto muy peculiar. Mi novia y yo lo llamamos el niñodromo. Es un espacio cerrado, delimitado por una valla metálica que se extiende en vertical y se va cerrando a medida que avanza dándole aspecto de cúpula. Sólo tiene una puerta de acceso que los padres y madres jamás se olvidan de cerrar cada vez que entran o salen.
Diría que podría definirse como una prisión infantil de máxima seguridad al aire libre. En su interior, como en el patio de cualquier cárcel, hay porterías, canastas de baloncesto, fuentes de agua, mesas de ping-pong, etc. En el centro, una estructura alargada de cemento revestida de ladrillo en forma de escalera hace las veces de grada.
Como en un evento deportivo, los padres, teléfono en mano, ocupan el graderío que está a rebosar. Ni siquiera veo que hablen entre ellos. Sus miradas se centran de forma intermitente entre la pantalla de sus teléfonos y la ubicación de sus niños. Las madres sí son más activas. Conversan en pequeños corros dispersos por la superficie del patio carcelario.
Algunas gritan demasiado; he notado que el tono de padres y madres suele ser más elevado que el de quienes no lo son. Hablan de meriendas, de lo que a Santi o a Lorena le gusta más o le gusta menos. No tengo claro que a la madre que escucha le importe lo más mínimo aquello que le cuenta la madre que habla; a juzgar por sus miradas perdidas diría que su mente está fuera de aquellos muros de tela metálica. Los pocos padres que sí hablan entre ellos siguen la misma dinámica. El nivel de decibelios es absolutamente salvaje. ¿Alguien tiene algo parecido por su zona?
El larvamóvil
El parque larvamovilístico de nuestro país se está quedando anticuado. Al menos eso he deducido del panorama que se presenta cada mañana frente al citado colegio, que diré, se trata de un colegio concertado en la típica zona en que sus residentes se creen clase media. Creo que es solo por el hecho de estar cerca del campo -yo vivo en una casa apartada- y tratarse de viviendas de nueva construcción.
Por lo general, vehículos desgastados, con algún que otro arañazo y ruedas como el tablero de una mesa de oficina. Pero también los hay más nuevos; SUVs de Hacendado del estilo al Renault Captur, Seat Arona o la estrella -se juntan al menos tres- Dacia Duster. Uno de los padres parece rebelarse contra el sistema y conduce un Audi TT muy viejo.
Los larvamóviles no siguen, o eso se desprende de mis paseos matinales, las reglas de circulación que seguimos los demás. En la puerta del colegio se agolpan, en doble y hasta en triple fila, decenas de larvamóviles que obstruyen el paso y provocan una leve retención. También hay varios subidos en las aceras o estacionados en una rotonda. A juzgar por las reacciones del resto de conductores parece algo asumido e interiorizado. Me gustaría ahondar más en las reacciones de los padres cuando regresan a su coche después de liberarse, así que en los próximos días trataré de prestar más atención en este punto.
Abrígale para que no se constipe
A las ocho, como cada mañana, hice sonar mi despertador. Nótese la diferencia entre un despertador que suena, cuando de forma irremediable ha de hacerlo; y uno al que se hace sonar cuando, sin limitaciones, decides voluntariamente comenzar tu jornada a una hora determinada para aprovechar el día.
Sin obligaciones parentales o de cualquier otro tipo, hoy he alargado el sobresueño hasta alrededor de las ocho y media. Me sentía bien, descansado, pero podía oler el frío desde la cama y la modorra se apoderó de mí. Amanecía España golpeada por una ola de frío invernal y los padres lo sabían.
Puedo imaginar sus conversaciones en la última semana a través de los grupos de Whatsapp: «A partir del viernes dan muxo frio le sobra a alguien un abrigo xa Karla? Se le rompio el sullo en la nieve«. Es mentira, lo más cerca que Karla ha estado de la nieve fue el día que vio la pista cubierta del Xanadú a través del cristal. Pero la letra del lavarmóvil, «que era la decisión más acertada para una familia que crece«, el recibo del crédito personal para el carrito y demás menaje que aún pagarán durante un par de años más, la fuerte inflación, etc… La familia Martínez está en apuros. El frío es dinero.
Las larvas frías también ocupan más. Era evidente en el volumen de la procesión de hoy. He notado que los padres temen más al frío que a la lluvia. Algunos niños pisoteaban la fina capa de hielo que había sobre el césped bajo la atenta y parcialmente desencajada mirada de sus padres. Una mueca difícil de describir. Parecían querer sonreír pero quedarse a medias. «Nieve, jajaja, nieve», decía Chus -es un nombre real- embutido en varias capas de ropa de abrigo.
He vuelto a ver al hombre del TT viejo; se ha fijado en mí cuando regresaba a su coche. Creo que su mirada rezumaba cierta envidia, contenida eso sí por el placer que parecía estar suponiéndole la libertad de irse a trabajar. Probablemente la imagen más dura de esta mañana. Las motomamis, de las que hablaré más detenidamente, hoy me han despistado. Al principio pensé que habían quedado para ir a la nieve o a hacer alguna ruta de montaña. Pero no, ataviadas con abrigos, pantalones y botas del Decatlon han vuelto cada una por su lado. Hacía frío, sí, pero joder…
Son las nueve y media y voy a prepararme el desayuno. Azuzaré la chimenea que aún tiene rescoldos de ayer. No hay nada en mi agenda, nadie quiere trabajar un viernes. Yo tampoco.
Domingo de bicicleta: un infierno sobre ruedas
Buenas tardes. Como buen follaperros, tras una copiosa comida de domingo, me he ido al campo a dar un paseo con mi mano y, cómo no, con nuestro perro. Ya sabéis, una vida triste, solitaria, vacía, que gira en torno a lo material y todas esas mentiras que estáis obligados a creer para no socavar aún más vuestra ya de por sí depresiva existencia. Una vez más, pese a haberlo visto en repetidas ocasiones, hoy he querido acercarme a la realidad de los paseos familiares en bicicleta.
Están por todas partes. Allá donde mires, una caravana de niños liderada por un padre orgulloso y una madre valiente copan los senderos. Diría, a tenor de las evidencias, que existen dos grandes grupos de familias sobre ruedas: las familias Decatlon y las familias Wallapop.
Las primeras cabalgan sobre bicicletas relativamente nuevas y que parecen haber adquirido siguiendo cierta estrategia combinativa para ir a juego. Las segundas, lo hacen sobre corceles de metal desgastados sin ninguna armonía entre sí, como el clásico agente comercial de outlet que cree ir conjuntado con ropa de seis temporadas distintas que ha comprado en cuatro establecimientos diferentes sin ningún tipo de criterio.
A lo lejos y sin prestar excesiva atención, la estampa del ciclismo familiar siempre me había parecido sensacional. Pero, amigos míos, después de lo de hoy creo firmemente que nadie allí estaba disfrutando del paseo. Mirando con detenimiento uno de los convoyes con los que me he cruzado, compuesto por un padre, una madre y dos niños, la imagen era la siguiente:
El padre tenía cara de pocos amigos, hasta el punto de que, sinceramente, no creo que quisiera estar allí. Gritaba a su hijo Carlos, segundo en el pelotón, que pedalease más rápido: «Vamoh Carlos hijo cohone, que estás siempre igual». Carlos llevaba los ojos vidriosos pero resistía el cabrón. «Es que vas muy rápido», decía con la boca pequeña.
Yo creo que Carlos quería estar en casa jugando con la Nintendo Switch. En tercera posición estaba su hermana, desconozco su nombre, pues creo a nadie le importaba una mierda si pedaleaba más o pedaleaba menos. Supongo que el hijo varón es al que hay que espolear para que sea fuerte y viril. Y, en último lugar, la madre-escoba. Interprétese esto en el contexto ciclista. Con su casco -era la única que lo llevaba- y la lengua enredada en los radios de la rueda delantera, no tenía ni la más puta idea de qué hostias estaba haciendo allí un domingo más. Os lo juro, si existe una cara de auxilio, sin duda era la mueca que esta mujer llevaba en su rostro. Por supuesto todos con su mochila a cuestas.
Mentiría si dijera que algunas de las ciclofamilies con las que me he cruzado no transmitían esa sensación de sufrimiento colectivo. Tampoco algarabía, ni mucho menos. Transitaban en sepulcral silencio y a ritmo constante. En contraposición con las escenas sollozantes de la mayoría, habré de suponer que estaban pasándoselo bien.
Abuelarvas: jubilarse para seguir trabajando
Mis últimos paseos matinales de este mes, me han servido para descubrir un nuevo fenómeno: los abuelarvas. Muchos más de los que podría haber imaginado. Hombres, pero sobre todo mujeres, en sus sesenta largos, asidos a las manos de sus nietos camino al colegio. Supongo que los súper papis, cuando decidieron serlo, no tuvieron en cuenta sus incompatibilidades profesionales ni el sobrecoste que eso conllevaría.
Cuando yo era larva, una chica nos llevaba al colegio y nos recogía, pues mi padres tenían que trabajar. Algo normal, supongo. Pero creo que hoy hemos interiorizado que los abuelos están al servicio profesional de sus nietos para liberar a los súper papis de sus responsabilidades larvales. «A mis padres les encanta estar con sus nietos«, «Mis padres son mucho más felices si tienen que levantarse a las siete de la mañana para hacerse cargo de mis hijos» y un largo etcétera de excusas tratan de opacar el terrible egoísmo que se esconde tras este fenómeno.
Pero la cara arrugada de esa mujer, con su pelo cano, su, aunque leve, dificultad para caminar, a cero grados de temperatura… No sé. Tengo la sensación de que sería igual de feliz si los padres fuesen a verla con los niños en otro momento, cuando ya hubiera tenido tiempo de descansar, desayunar, etc. ¿Por la tarde quizá? ¿El fin de semana?
En fin, quiero enviar desde aquí todo mi apoyo a los abuelarvas que se ven obligados por sus hijos a renunciar a la jubilación.
Queremos saber tu opinión:
https://mierdavida.com/d/155-la-procesion-matinal-de-los-ninos