Suenan en Spotify tu canción favorita y todo vuelve a empezar. La nostalgia, esa sensación de asfixia en la garganta y la impotencia ante la incapacidad de detener el tiempo, que avanza con una extraordinaria rapidez, como esa moneda que cae al suelo y echa a rodar, sin que puedas hacer nada más que correr detrás de ella, a la espera de que se pare.
En esta ocasión, nunca lo hará. De pequeño, tocabas las agujas de ese reloj de la casa de tus abuelos para intentar volver atrás y nunca lo conseguiste. Ahora, juegas a situar la fecha de tu teléfono el 31 de diciembre de 1999, por si se desencadena al fin el Efecto 2000, todo colapsa y se puede evitar la decadencia que ha afectado al mundo occidental desde entonces.
La pantalla del aeropuerto advierte de tu vuelta a casa y del próximo final de tus vacaciones, momento idóneo para reflexionar sobre lo que eres. Y otra vez vuelve la sensación de asfixia.
La semana que viene visitarás a tu madre, que es a quien más quieres y la única persona del mundo cuyo amor por ti es incondicional. La única persona que preferiría morir antes de que tú lo hicieras. El gran patrimonio que poseemos en la vida y el que más estoicamente asume tu lejanía, consecuencia de la vida moderna y de la madurez, que te lleva lejos de casa. Necesitas sobrevivir.
Ella ya no es la misma y nunca más lo será. Recuerdas esos veranos de los 80, con su gorrito, su cuerpo delgado y joven, sus uñas largas y pintadas de rojo y ese bolso de mimbre en el que cabía de todo. Aborrecía tomar el sol, pero os llevaba a la piscina y a la playa encantada. Era lo que tenía que hacer. Su cuerpo era grácil y su moral infinita.
Son tiempos complejos, de mujeres protestonas, de malas formas y de alma horrenda. Ella tenía paciencia y clase. Y era feliz con las idas y venidas al colegio, con las reuniones de padres en las que salía con buenas noticias. Haciendo el desayuno a las 7.30 y con el baño antes de dormir.
La vuelta a casa nos dice que se pasa el tiempo
Volver a casa significa eso: cerciorarse del paso del tiempo. Acaban las vacaciones, comienza un nuevo curso, se presentan nuevos objetivos en el horizonte y llega un año más. Otro más en la lejanía de la familia. Tus tíos te montaban en el cesto de la bici hace no mucho y te ganaban los pulsos sin hacer mucha fuerza.
Los observabas el día de Nochevieja, jugar a las cartas, borrachos de vino y licor, y entonando canciones viejas. Felices y jóvenes. Algunos están ya muertos y otros, viejos y ajados. Casi no te has dado cuenta porque estás fuera. Te empeñaste en sacar adelante tu vida y llegaste de las provincias a Madrid; del pueblo a la ciudad; o de España a Londres o a Quito.
Hoy, les ves cuatro o cinco veces al año y prefieres no hacer la cuenta, dado que eso supondrá ver a la gente que más quieres 100 días antes de que mueran, si es que cumplen muchos más años. 100 días. Algo más que un verano de los de antes. Los primos con los que ibas al parque hoy tienen hijos y casi no los conoces. De dos o tres celebraciones contadas.
Ellos a los tuyos (a los que los tengan) y a tu novia o esposa, tampoco. Ellos se quedaron o se fueron. Hicieron su familia. Pocos convivieron algún tiempo con los bisabuelos, a los que admiraban y a los que quizá mintieron sobre su muerte. A veces, os juntáis a comer y te cercioras de que los niños crecen y la familia original se ha vuelto vieja.
Y tu madre te mira y sabe lo que ronda por tu cabeza. Pero no te dice nada, pues a ti te duele su decadencia, pero a ella le acojona decaer.
La vida cómoda es maravillosa, pero deja un margen importante para reflexionar sobre el paso del tiempo y la cortedad que padecemos. Todo es breve, como una película de 100 minutos. Y todo discurre a toda hostia.
Ahí estás, en el aeropuerto, mirando la pantalla del vuelo a tu ciudad. Acaban las vacaciones otro año más y vuelves a tener la sensación de que los 12 meses anteriores han transcurrido más rápido que los 12 que les precedieron. Temes y a la vez deseas que todo se convierta en el día de la marmota.
¿Aceptarías revivir tus tres mejores años a cambio de volver a pasar por tus 1.000 días más rutinarios y agobiados? Los primeros, nunca volverán.
Los segundos abundarán hasta el momento en que desaparezcas de aquí. Por eso todo tiene un regusto a plato quemado.
Uno de los amigos de tu ciudad te manda un meme y le respondes con un «jajaja». El chaval está con depresión. Un tipo brillante y agudo que optó por quedarse en la ciudad de provincias y eso mató su talento. Trabaja en una gasolinera. Otro, en un Aldi y, otros dos están en paro. Otro lleva así seis años y el otro día se le encontraron hablando solo por el paseo del río. Ha perdido la cabeza.
Los que se fueron a la capital, como tú, han prosperado en su gran mayoría, pero sus días discurren entre carreras detrás del metro, el esnobismo de empresas absurdas y la locura de jefes que se creen iluminados. Tú tienes suerte, pero tienes que dormir con un protector porque el estrés te ha destrozado las muelas. Un médico te recomendó aprender a tocar un instrumento para aliviar la ansiedad. Pero el remedio sería cambiar de vida. Y hacer un plan alternativo sería absurdo cuando sabes que eres bueno en lo tuyo. El próximo año será yoga, zen, tenis, gym o alguno de los estúpidos placebos de la sociedad moderna.
Mientras piensas en eso, tus amigos ven pasar el tren de los domingos. Otros, montan en él. Y nadie parece plenamente feliz con eso. Y nadie escribe de esta generación, a la sombra de sus mayores y preocupada por sus pequeños.
Todo va bien, no te falta dinero y tienes un bonito apartamento y una familia que te quiere. Y tu novia es razonablemente tranquila. Pero hubo un día en el que, al bajar de un avión, encendiste el móvil y encontraste una noticia sobre un infarto, un suicidio o un desahucio cercanos. Y el tiempo pasa, cada vez somos más viejos y, pese a la razonable felicidad, cada vez hay más probabilidades de que la parca le toque a los tuyos con su mano. Todo esto consiste en acostumbrarse a lo agridulce. Y en tomarse todo con un razonable sarcasmo.