He tenido una relación bastante ambigua con la Guía Michelin. Tras haber comido en múltiples restaurantes galardonados con una, dos e incluso tres estrellas en distintas partes del mundo, he sido testigo tanto del prestigio que puede aportar esta distinción como del impacto negativo que a veces provoca.
Aunque es innegable que aparecer en la guía puede traer beneficios evidentes para un restaurante, en este artículo quiero centrarme más en los aspectos que, en mi opinión, necesitan revisión dentro del sistema Michelin.
La estrella que puede pesar demasiado
Muchos restaurantes realmente excepcionales han sido reconocidos con una sola estrella Michelin. Y lo interesante es que no todos se ajustan al estereotipo de la “alta cocina”; algunos locales bastante modestos y accesibles también han sido galardonados, lo cual en principio parece positivo.
Sin embargo, obtener una estrella no siempre resulta ser una bendición. A menudo, estos reconocimientos se otorgan por demostrar una propuesta auténtica: una visión creativa, una conexión profunda con la cultura culinaria local, o simplemente una cocina honesta y bien ejecutada.
Pero tras recibir la estrella, suelen ocurrir dos cosas:
- El restaurante experimenta una oleada inicial de nuevos clientes curiosos por probar la experiencia Michelin.
- Comienzan a sentirse presionados a compararse con otros establecimientos que también tienen una o más estrellas.
El primer efecto suele ser un aumento notable en la demanda. Esto puede llevar a una subida de precios, una expansión precipitada, y en algunos casos incluso una pérdida de calidad en la cocina o del ambiente original del restaurante. Lo que antes era una experiencia cercana y auténtica puede transformarse rápidamente en un restaurante que prioriza la rentabilidad o el espectáculo sobre la experiencia genuina.
El segundo efecto es más sutil, pero igual de dañino: empiezan a adaptarse a los estándares típicos de la “cocina Michelin”, con énfasis en elaboraciones técnicas complejas, ingredientes exóticos, presentaciones artísticas, y un servicio excesivamente formal.
Y con ello, se pierde parte de la magia. Lo que solía ser un restaurante con alma puede terminar convertido en un escenario predecible, más interesado en complacer a los críticos que en servir a su clientela original.
He presenciado cómo este ciclo se repite en diferentes ciudades. Si tus comensales quisieran vivir la experiencia de un restaurante como Eleven Madison Park, probablemente cogerian un vuelo a Nueva York. Pero si un restaurante local intenta replicar ese modelo sin necesidad, acaba perdiendo su esencia.
Además, hay una cuestión de fondo que rara vez se aborda: la falta de transparencia en los criterios de evaluación de Michelin. ¿Quiénes son los inspectores? ¿Qué formación tienen? ¿Por qué ciertos países o ciudades parecen recibir más atención que otros? Esta opacidad ha alimentado no pocas teorías sobre favoritismos, sesgos culturales o desigualdad de oportunidades.
En definitiva, aunque Michelin puede ser una herramienta útil para visibilizar el talento culinario, también es necesario cuestionar su poder e influencia. Quizá ha llegado el momento de redefinir qué significa realmente “excelencia” en el mundo gastronómico, y permitir que otros modelos de valoración, más diversos y humanos, tengan también su espacio.
Al final, lo que debería ser un reconocimiento a la excelencia culinaria, a veces termina siendo una presión constante por encajar en una fórmula.







