La señora limpia el mueble del salón y emplea un cuidado especial cuando sus manos llegan a la foto de su madre. Ésa no la raspa con la bayeta: la acaricia suavemente. Después, se acuerda de ella, vuelve a apretarle el nudo en el estómago de todos los días y hace memoria otra vez. Hace quince años que murió.
El ejercicio diario de memoria nostálgica
Lo siguiente es lo de siempre. El ejercicio diario de memoria nostálgica. La misma sensación de que la parte más dulce de la vida se ha marchado sin ni siquiera haberse dado cuenta. Sin haber hecho todo lo posible por disfrutarla. Son las 10.15 de la mañana y por su cabeza pasa de repente el recuerdo de su madre de joven, en el pueblo, cruzando con un mandil la cortina de la puerta de la calle y llamando a sus hijos varones a comer. Ese día, había arroz con cangrejos. Era verano, pegaba el sol fuerte del mediodía y olía a cocina de carbón, a vino de porrón y a jabón de lagarto.
La señora vuelve después a la realidad. Al tiempo contemporáneo, que es más hosco y que a veces se enquista con dolores articulares y recuerdos traicioneros.
“La tristeza de los viejos vale menos que la de los jóvenes”, piensa, cuando se da cuenta de que su vida desde los 55 ha sido menos alegre. De vez en cuando, un cáncer cercano, un funeral de un primo segundo, un infarto en algún familiar, el entierro del padre… de la madre; la enésima mudanza de un hijo, que esta vez es lejos de verdad…
A la compra baja con estilo de autómata. Hay un Carrefour en unos antiguos cines, al lado de la Glorieta de Gran Vía, y acude ahí porque eso también le recuerda a otros tiempos pasados como las buenas tardes de domingo de sesión continua y pastilla de chocolate.
Amigas que desaparecieron en algún lugar del mundo. Una ciudad menos automatizada en la que también se llegaba a todas las partes, pero sin tanta prisa. Otra época… Antes de salir, al lado de la cajera ve una planta con flores rojas y la compra. A falta de familiares cerca, y con tantos en el otro plano, habrá que hacer depender de una a algún ser vivo para no caer en la desesperación.
Hoy no tiene que cocinar porque nunca hace comida para una. Así que lo que sobra lo almacena en un tupper y lo administra durante la semana. Cuando acaba el primer plato, toma la pastilla de la tensión, la del colesterol y la del bajo ánimo. Esta última no le sube la moral, pero le mantiene en un estado de latencia que, bueno… es una mierda, pero al menos es mejor que el de la depresión.
Lo tradicional
Come lo mismo de siempre. Lo tradicional. Sus guisos, que son en realidad los de su madre. Los experimentos los dejó hace un tiempo aparte. Un día compró una pizza en el supermercado, pero no le gustó esa masa de queso que no sabía a nada.
Otro, fue sola a un restaurante chino, pero cuando vio los palillos se avergonzó. Comió unas cortezas, se levantó de la mesa y se fue. Dejó 2 euros encima de la mesa por las molestias causadas. No levantó la cabeza en todo el trayecto de salida. Se sintió avergonzada. En un mundo en el que en realidad no quería estar. Sólo aspiraba a romper la rutina. A hacer algo distinto. Pero en realidad eso no es lo suyo. Ella ya tiene el camino marcado y el guión escrito. Así que… callos con patatas y lentejas con chorizo. Y en verano, sandía, filetes con patatas y gazpacho.
Al terminar de fregar pulsa el 5 y luego el 3. Y así, hasta la hora del paseo, que es su gran momento de esfuerzo del día, pues camina mucho más rápido de lo que desea para que sus conocidos la vean ágil. Va desde su casa hasta Cuatro Caminos y después remonta por las calles cuesta arriba del barrio de Chamberí.
Al regresar a casa, cruza la puerta a oscuras y vuelve a recordar la cortinilla de la casa del pueblo. Y a si padre en bicicleta, con la boina de verano y con ese zurrón de cuero en el que guardaba sus cosas. A él le echa menos en falta porque no le quería tanto. Era un hombre rudo. Eso sí, era efectivo. Crió a sus hijos, pese a todo. Algunos, murieron de niños y eso siempre generó angustia y depresiones a su mujer. Pero el resto sobrevivieron. Eran otros tiempos.
Está en una zona de sombra de la que nadie habla, pero que es más grande de lo que parece
La señora enciende la tele para ver las noticias y observa imágenes de las playas, de los jóvenes pasándolo bien en las calles, de robots que hacen todo tipo de tareas y de cantantes famosos, que escriben sus cosas en las redes sociales. Se siente ajena a todo eso. Está en una zona de sombra de la que nadie habla, pero que es más grande de lo que parece. Ahí moran los solos, los nostálgicos y los que no tienen nada que decir ni que ofrecer. Sus recuerdos no le interesan a nadie más y sus penas son irrelevantes en el conjunto.
La señora besa la foto de su madre… y la de su padre antes de irse a la cama. Así se queda tranquila. A veces, sueña con ellos y es como si le devolvieran el beso.
No es una vida mala, pues no le falta de nada. Pero a veces siente que todo lo bueno se ha ido. Que está vacía. Antes de irse a la cama, por cierto, cae un somnífero que le mantiene doce horas entretenida. No había nada mejor que hacer….
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