Claro, sencillo y directo. La lotería es el impuesto de los pobres y si no es así demuéstramelo. A continuación se razonan los pensamientos que han dado titulo a esta entrada. ¡Despierta y sal de la carrera de la rata! … pero no jugando a la lotería.
El vestigio que habla con una mayor crudeza de una vida infértil, de ambición que todavía no ha muerto, pero que ha sido machacada por los días iguales y poco prósperos. Es un billete hacia una existencia que no existe, pero que podría llegar. Todo depende de una opción remota. Un porcentaje ínfimo al que se aferran los jugadores para salir de su jaula. Las personas se encomiendan a Dios para lograr la resurrección y a los juegos de azar para lograr una existencia más fácil, aunque eso esconda la muerte en vida.
La Primitiva o el décimo de Lotería Nacional es el certificado de una existencia vacía, de escasos recursos y trabajo mal pagado. Planchar la camisa con prisa, antes de ir a la oficina. Aplazar 10 minutos el despertador por la mañana, ante la desgana que te produce empezar un día nuevo. Es el café con galleta de mantequilla del bar de abajo, entre las caras de sueño de tus iguales. Igual de amargados, igual de asqueados con lo que hacen. Igual de atrapados en la tupida red que el sistema ha tejido para amontonar a los ciudadanos medios. Trabaja duro y disfruta de tu escaso ocio gastando todo lo que puedas.
La lotería es la pértiga que podría sacarte de esa rueda que gira sin parar y sobre la que corres desde hace unos cuantos años, como un ratoncillo idiota. Pero nunca toca y, cada día, por unos instantes, te sientes un perdedor cuando compruebas que tus números no han salido del bombo.
De ese bombo que gira una y otra vez sobre el mismo eje, como tus días, parsimoniosos, insoportables. Seguir viviendo es el premio de consolación. ¿De veras es necesario agradecer que no se te pare el corazón, cuando ni siquiera pediste que se pusiera en marcha? Agradecer una casualidad biológica involuntaria. Para eso hemos quedado.
Engrandecer el espíritu es difícil cuando el devenir de los días está pintado en gris antracita. El cuerpo se vuelve pesado y la mente funciona con un parsimonioso ralentí que no ayuda a ser agudo ni ingenioso. El invierno estimula, pero la primavera enloquece… y el mar está todavía lejos. Sólo queda abrir esa botella de cava, apagar la luz, conectar la música y cerrar los ojos. Hay algo que tiene la música que es capaz de rasgarnos las fibras que ni siquiera el dolor más hondo son capaces de quebrar.
Prefiero a Marco Aurelio que a Zaratustra, el personaje. Un emperador desmotivado frente a un iluminado que pecaba de inmadurez juvenil. «Un falso iconoclasta con visos de adolescente» que observó a los hombres desde la montaña. Desde la lejanía. Si se hubiera acercado a ellos, no se hubiera atrevido a teorizar sobre el «súper-hombre». Es una estafa. Marco Aurelio aceptó la derrota, como buen estoico, y ése es el primer paso para asumir la gran verdad, que es el pesimismo sobre el mundo material.
Dios nos privó por algo de los grandes dones. Por eso buscamos los milagros como tabla de salvación. Por eso jugamos a la lotería, para acercarnos al paraíso que permanece oculto bajo el barro del día a día y el peso de nuestros fracasos e imperfecciones.
La felicidad mundana son destellos que nos conducen a lo irremediable, que son los premios de consolación. Nada brillante perdura; todo tiende a ennegrecerse. Por eso gastamos 1 euro en La Primitiva: para huir de todo eso a base de bienes materiales. Para escondernos de nosotros mismos. Sepultarnos en dinero.
Somos tan mediocres que asusta. Y nuestros placeres son tan simples y bastardos que nos convierten en una especie de la que huir. Decir lo contrario es reconocerse implícitamente bajo la embriaguez de la juventud. La cándida y estúpida juventud.
Estás a tiempo de cambiar el rumbo de tu vida.